«He venido a prender fuego en el mundo»

EVANGELIO DE HOY Lucas (12,49-53):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

PARA VIVIR LA PALABRA:

Jesús anuncia el propósito de su venida: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! “ Ya Juan Bautista anuncia que tras él viene otro que bautizará con Espíritu Santo y fuego (Lc 3, 15-16). Sin embargo los discípulos que, mientras buscan hospedaje para el Maestro. hallan el rechazo en Samaría , le sugieren hacer bajar fuego del cielo para castigarlos, y son reprendidos enérgicamente por el Maestro: “No sabéis de qué espíritu sois.”
El fuego que Jesús ha venido a traer al mundo y que ya entonces desearía ver ardiendo, se refiere en primer lugar a la caridad que ha de encender el corazón de tantos discípulos y que se hará especialmente luminosa en los mártires que seguirán derramando su sangre por Él. Es el fuego del amor que el Espíritu Santo, manifestado en Pentecostés como lenguas de fuego, hará prender en el corazón de sus fieles. Fuego que, como en la fragua purifica el metal y lo separa de la escoria, purificará las alma quemando el pecado e iluminándolas con la gracia.

El Papa Benedicto XVI decía a los jóvenes en Colonia que en la tarde de la Cena se levantaban dos grandes hogueras en Jerusalén. Una en el exterior del Cenáculo: la gran llamarada de odio que se levantaba del corazón de sus enemigos de Jesús, decididos a acabar con Él.

La otra era la llamarada de amor que subía del corazón de Cristo, que “amó a sus discípulos hasta el extremo” y llegaría a consumirlo a Él mismo en la Cruz. Esa llamarada ya no se apagará nunca y seguirá ardiendo en el corazón de María, de los Apóstoles y de todos aquellos que le siguen de verdad. Es el amor que llevará a tantos creyentes a elegirlo a Él como lo primero en su vida, por encima del padre, madre, hijo, suegra, y cualquiera que se oponga a nuestra elección. Quien conoce a Jesús y vive su Evangelio, no teme las cruces, ni se recuesta en la vida tibia y fácil.
El modelo supremo es Jesús. Hemos de «tener la mirada puesta en Él», especialmente en las dificultades y persecuciones. Él aceptó con firmeza sumergirse en el bautismo de la Cruz, para reparar nuestra libertad y recuperar nuestra felicidad: «La libertad de Dios y la libertad del hombre se han encontrado definitivamente en su carne crucificada» (Benedicto XVI). Si tenemos presente a Jesús, no nos dejaremos abatir. Su sacrificio representa lo contrario de la tibieza espiritual en la que no podemos vivir instalados. La caridad de Cristo nos impulsa a abrazar cada día nuestra cruz con valentía. Por ello, el Espíritu suscita una vida animada por aquel fervor que san Pablo recomienda en la carta a los Romanos: «sed fervorosos en el Espíritu» (12, 11). Es la «llama viva de amor» que pacífica, ilumina, abrasa y consuma, como tan bien explicó san Juan de la Cruz.

Que tengas un buen día al calor de su fuego.