«Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí…»
EVANGELIO DE HOY Mateo (19,13-15):
En aquel tiempo, le acercaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y rezara por ellos, pero los discípulos los regañaban.
Jesús dijo: «Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos.» Les impuso las manos y se marchó de allí.
PARA VIVIR LA PALABRA:
En el marco cultural de Palestina, ni los niños pequeños ni las mujeres tenían valor social; eran personas con las que no se perdía el tiempo. Esta mentalidad estaba también, difundida entre los discípulos, pero Jesús se opone a ella. También Él pasó por la mujer al ser concebido por María, y elevó la maternidad a la suma grandeza. Y pasó por ser niño, devolviendo a la infancia todo el esplendor y el encanto de los mansos y humildes de corazón. Con el gesto de imponerles las manos Jesús revela todo su amor y predilección por ellos. Con su misma vida se convierte en modelo de esta actitud de infancia espiritual: la ternura con la que se dirige al Padre llamándolo «Abbá», la total sumisión a su voluntad, el abandono en sus manos (cf. Mc 14,36; Lc 24,46).
Y pone a los niños como ejemplo, no sólo por su inocencia o sencillez, sino por su total dependencia y disponibilidad; son pequeños y pobres, carecen de seguridades para defender, de privilegios para reclamar, lo esperan todo de sus padres. Así deben ser los que se pongan detrás de Cristo para seguirle; el Reino no es una conquista personal, sino un don gratuito de Dios Padre que hemos de alcanzar sin pretensiones.
Comenta San Agustín:
«La inocencia de vuestra santidad, puesto que es hija del amor…, es sencilla como la paloma y astuta como la serpiente, no la mueve el afán de dañar, sino de guardarse del que daña. A ella os exhorto, pues de los tales es el reino de los cielos, es decir, de los humildes, de los pequeños en el espíritu. No la despreciéis, no la aborrezcáis. Esta sencillez es propia de los grandes; la soberbia, en cambio, es la falsa grandeza de los débiles que, cuando se adueña de la mente, levantándola, la derriba; inflándola, la vacía; y de tanto extenderla, la rompe. El humilde no puede dañar; el soberbio no puede no dañar. Hablo de aquella humildad que no quiere destacar entre las cosas perecederas, sino que piensa en algo verdaderamente eterno, a donde ha de llegar no con sus fuerzas, sino ayudada»
(Sermón 353,1).
Que tengas un día feliz con la sencillez y la paz de los peques.